viernes, 19 de diciembre de 2014

Concurso Navidad, y un cachito de mi.

Desde que era una cría siempre me sentí diferente. Nací como Dios manda, dos piernas, dos pies, brazos, tronco y cabeza, todo en su sitio, pero dentro de lo último algo no iba bien. No sufría ninguna psicopatía conocida, ni nada que acabara en fobia, simplemente era rara, como muchas se cansaban de llamarme, o como mi madre me llamaba, especial. Obviamente no recuerdo mi primer día de cole, ni el segundo y tengo vagos recuerdos, pequeñas sensaciones y algún que otro flash de mi estancia en parvulitos. De mis estudios primarios un tanto de lo mismo, pero tengo algunos recuerdos de crueldad, de lágrimas y odio. Recuerdo chicles en mi pelo pegados con saña, recuerdo las miles de veces que mis pantalones acababan a la altura de los zapatos, y cuantas, las bragas también. Sé que me hacia débil y sumisa, para hacerme creer que dar vueltas hasta vomitar era divertido y resulta que era yo la única mientras ellos miraban y reían. Recuerdo mirar constantemente a una pared que llamaban panda, y recuerdo sentir toda la soledad del mundo en un patio lleno de niños, tengo el jaleo clavado en la sien. El banco verde donde sola comía las 3 galletas Príncipe que mi mama me envolvía en papel albal cuidadosamente. Collejas, insultos y vejaciones. Recuerdo mis cumpleaños, nada cambiaba, venían para jugar entre ellos, para comer tarta pero yo seguía igual de sola. En todo ese tiempo, no recuerdo llorar, no recuerdo prácticamente necesitar a nadie, de hecho esta puede ser la primera que cuente todo esto. Era fuerte sin querer, o eso creía, lo tenía todo dentro. Acabe por ver todo aquello normal, era rara, era diferente, era fea e inútil. Sentía que me merecía cada escupitajo, cada zancadilla, cada colleja. Todo empeoro cuando llego la secundaria, y aquella chica me hizo sentirme alguien por primera vez. Se llamaba Beatriz, tenía algo que la hacía especial, era popular sin ningún atributo para serlo, me camelo llamándome amiga, ella hablaba con toda esa gente con la que yo ni soñaba algún día hablar, ella se llevaba con todos los chicos por los que yo suspiraba entre corazones en la libreta de matemáticas. Nuestro mini-grupo lo conformábamos tres, Bea, Patri y yo. Patri y yo éramos sus… secuaces, aunque quedaba claro cual era la jerarquía, yo estaba en último lugar. Empezaron las tardes codeándome con el enemigo, empezaron los ridículos más odiados, delante del chico que me gustaba. Recuerdo todos esos “Pero como le vas a gustar a David, ¿tú te has visto? Eres fea y además estas plana.” Todo lo que me habían hecho todos esos años ahora dolía mas, era adolescente, ya no una inocente niña. Realmente no sé si dolía más o es que recuerdo mejor todo aquello, me amenazaban por diversión y cuchicheaban y se reían de mí. De aquella época tengo una tarde negra grabada. Fue la única vez que llore. Sandra, la matona por excelencia de aquel amado pueblo, había sido víctima de ella unas cuantas veces, la mayoría de mi maltrato era verbal, pero aquella vez, algo que estoy segura que ni hice la había mosqueado, había sonado por todo el pueblo que quería llegar a las manos. Bea, como mi mejor amiga, como mi hermana y mi vida, como yo la consideraba, pronuncio unas palabras más que mágicas, poderosas. -Sabes que Sandra quiere pegarte, ¿verdad? -No sé, ¿por qué? -Quiere pegarte ¿y sabes qué? Si lo hace yo pienso ayudarla, porque mira que eres tonta y fea, en serio das mucho asco, me da vergüenza que me vean contigo. Patricia solo se reía, parecía que aprobaba todo aquello con gusto. Lejos de irme, me quede allí, viendo como se burlaban, como me ignoraban, me quede allí, sujetando el marco de la habitación de la reina, pocas veces me atrevía a entrar, solo cuando amablemente me decía que pasara. Todos aquellos insultos los aguantaba por una sencilla razón, ella me había mostrado un cariño que jamás nadie antes me había dado, recuerdo sus cartas llenas de te quieros, de eres mi mejor amiga, de consejos y frases de canciones de nuestro grupo favorito. Aquella tarde salimos, como siempre, a las pistas, recuerdo aquel camino como un infierno. Iba sola por un lado de la carretera, mientras ellas me escupían, y desde el otro lado aceleraban el paso para que nos la vieran conmigo, decían, corrían para pegarme collejas mientras reían. “Inútil, tonta, fea, das asco tú y tu familia. Normal que tu madre sea la cornuda del pueblo.” Sentí que hice click, y las lágrimas empezaron a recorrer mis mejillas. Me fui corriendo a casa antes de que se dieran cuenta, pero tuve la mala suerte de encontrarme al padre de Bea en mi portal. A pesar de casi ni ver con las lagrimas, el solo me dijo un seco “Hola”. Dio igual las veces que había dormido en su casa, daba igual cuantas veces habíamos comido casi mirándonos a los ojos. Eran iguales. Recuerdo pasarme el día llorando en mi habitación y prohibiéndole desesperadamente la entrada a mi madre. Cuando consiguió pasar, no se conté ni la mitad, pero ella sabía todo lo que pasaba, ella me abrazo, ella me rogo que dejara de andar con ellas, que cambiara de amigos. Que fácil para ella era decirlo, nadie me quería, no era nadie sin ella. Aquella noche levante el teléfono, marque su número, y su voz me respondió, tan dulce como sonaba siempre. -¿Sí? - Soy Irene, quería pedirte perdón. -¿Dónde te metiste?, además que haces llorando por la calle, me lo conto me padre, me dijo que dabas pena. -Ya, lo siento, perdóname por favor. -Te perdono, pero en serio, das mucha pena. -Vale, perdón. ¿Mañana hacemos algo? -Sí, ven a mi casa sobre las cinco. Chao -Adiós. Durante todos esos años nadie me había manipulado de tal manera, que era yo la que siempre pedía perdón. Tenía el orgullo, molido a palos. Nada cambio, hasta que llego diciembre. El invierno otra vez amenazaba, y mi verano habría transcurrido igual que todos, a las órdenes de su majestad. En los rincones de las salas, viendo como todos me miran con esa mirada de sobras, o simplemente ni lo hacen. Aquel verano había dado mi primer beso, ni si quiera me gustaba el chico, pero Bea se dijo que si no espabilaba y lo besaba, no lo iba a hacer nunca con nadie, nadie me iba a querer, que ya tenía suerte de que le gustara a alguien. Aunque ese alguien fuera el más feo del pueblo. Lo bese sintiendo asco y repulsión, queriendo parar aquello, con la única esperanza de que Bea no me retirara la palabra. El 12 de aquel diciembre fue casi igual de frio que aquel momento. Mi madre tenía una noticia, nos íbamos, su trabajo nos obligaba a cambiar de residencia, y abandonábamos el pueblo. Me hundí, yo estaba bien, yo no quería conocer a gente nueva, me había acostumbrado a esta. Volví mi ira contra mi madre y aquellas navidades prometí no acudir a nada que requiriera juntar a la familia. Como si tuviera ese poder con 14 años. El día de Nochebuena me negué a vestirme, y tras una fuerte discusión, me fui. Ojala en aquel momento llegara a comprender la desesperación de mi madre. Estaba sola, era de noche a pesar de ser las ocho de la tarde. Me senté en una piedra del prado que quedaba junto a la antigua casa de mi abuela, probablemente el único lugar donde había sido realmente feliz. Miraba hacia la noche, miraba las luces, escuchaba el silencio, no había nadie por la calle, los comercios habían cerrado ya, todo el mundo estaba preparando ya la cena. Me preguntaba cómo sería una navidad feliz, hacia mucho que no recordaba eso, ya ni si quiera estaba la abuela, también me preguntaba lo que hubiera sido tener un padre, de verdad, de lo que pasan tiempo con sus hijos de los abrazan y besan. Ojala me hubiera protegido. Estaba tan inmersa en mis pensamientos que no me percate de que estaba acompañada hasta que toco mi mano. Era un pequeño peludín con el pelaje marrón canela, levantaba mi mano con el hocico suplicándome caricias. Le correspondí, jugué con él, lo acaricie, y cuando lo cogí en el regazo, poso su pata derecha en mi nariz y lamio el resto de un lagrima que aun caía vagamente. De repente olvide porque estaba enfadada y decidí volver a casa, me despedí de aquel precioso perro, pero él no lo quiso hacer de mi. Me siguió hasta casa y creí que debía quedármelo, me costó un poco convencer a mi madre, que parecía que se le había pasado el enfado, pero acepto. No sé si fue al ver en mis ojos, algo que no había visto antes. El 28 de diciembre nos fuimos para siempre de aquel pueblo, mi madre, mi hermana, Noel y yo. La gran ciudad me esperaba, y aun con miedo, sabía que si nadie me aceptaba Noel me iba a aceptar siempre. El nombre supongo que sabréis porque, fue el mejor regalo de Papa Noel que me han hecho jamás. Las fiestas acabaron, y gracias a Noel las navidades fueron mejores que nunca, mi madre se enamoro de él, como él de mí aquella Nochebuena. La gente aquí era diferente, pronto forme un grupo de amigas, y todas éramos iguales, o por lo menos, no tuve que volver a escuchar ningún insulto más. La navidad recobro una magia que no había tenido antes, adoraba el frio y el aguanieve la gente estresadamente feliz, la ilusión en los ojos de mis familiares inocentes que aun creía que un hombre obeso con barba blanca, vestido de rojo, era capaz de recorrer el mundo en una noche. La estrella de encima de cada árbol brillaba, sabia responder amablemente a todas aquellas personas que sinceramente o por educación te deseaban unas felices fiestas con la sonrisa decorándole la cara, a veces yo también tomaba la iniciativa, siempre volvía allí en diciembre, y pisaba cada uno de los prejuicios y miedos, demostré que era más de lo que decían, y a aquel cachorro que ya era grande le nacían cuernos de reno y se le enrojecía la nariz. El espíritu de la navidad, lleno mi hogar, de calor regalos y amor.